viernes, 15 de marzo de 2013
Otelo
Nunca sospechó que ella le era infiel hasta que emergió en sí la certeza, sin más pruebas que cierta vaga alegría en su hacer las minucias cotidianas.
Ávido lector, y prudente esposo y padre, pausó su pavor hasta confirmar no se trataba sencillamente del síndrome de Otelo.
Tres días salió hacia el trabajo sin ir y la siguió.
El tercer día, pasado apenas el mediodía, ella recogió los chicos en la escuela, los dejó en lo de su hermana y se reunió luego con un hombre en un bar. De lejos, parecía más joven o menos gastado que él.
En algún momento rozaron sus manos.
Luego se dirigieron a un albergue. Ingresaron 14.45 y salieron 16.02.
Nunca volvió a seguirla y hasta el momento de dejarla, trece meses después, nunca le permitió a ella saber que él sabía.
En ese tiempo él aprendió a amarla, físicamente, con perversa ternura y minuciosa dedicación.
Decidió dejarla cuando emergió en sí la certeza tardía que la infidelidad se había agotado.
Ella no pidió perdón ni explicó, lo acusó a él por su largo silencio.
Y lloró (las mujeres siempre lloran).
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