miércoles, 14 de septiembre de 2011

El robo

Él es agrimensor, aunque hace años trabaja no en el campo definiendo distancias sino en una compañía de seguros. No ama su trabajo pero no le desagrada y lo atiende con sobria meticulosidad. Si los humanos requeridos un nudo que enlace nuestras razones para transcurrir con cierta satisfacción, para Ignacio, de él se trata, ese anclaje era sin duda ese amor silencioso, prudente, casi anacrónico –aunque con epifánicos exabruptos pasionales- que construyó con Dalina.
Lector prolífico e interesado tomó nota hace años de investigaciones tendientes a desarrollar métodos para borrar -mediante la obturación parcial de circuitos sinápticos- recuerdos dolorosos.
Diecisiete años antes, siendo apenas un púber, Ignacio, Nacho entonces le llamaban sus padres y hermanas, entró al mercado del barrio a comprar Coca-cola y galletitas Rumba y pan rallado. Tras él entraron tres delincuentes. No asaltaron con prolijidad ni profesionalidad, se demoraron en insultos y humillaciones hacia los dueños del mercado y procuraron innecesarios destrozos. Una vecina del barrio, de nombre Alicia, lo tomó a Nacho por detrás, cruzó sus brazos sobre su pecho, y los sostuvo contra sí. Si en el momento pareció una excusa para crear una memorable anécdota ese acontecimiento con los años se tornó en un trauma, en pesadillas y temores inaccesibles, que viciaban su tranquilidad. Justamente pensó, ese tipo de recuerdos traumáticos cumple los requisitos para la terapia electro-química de obturación de recuerdos.
Desde que inició el trámite hasta el momento de la sencilla intervención transcurrió casi un año. No compartió los pormenores con Dalina.
En semanas pudo notar que las pesadillas se habían esfumado como también el temor a la noche.
Siete meses más tarde se separó de su mujer. Lentamente descubrió que no sabía porque la había amado tanto.

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